EL Derecho a Un Mundo Justo
Un mundo justo requiere un mundo
legalmente bien ordenado, un orden legal mundial que derive sus poderes
legítimos del consentimiento de las personas y que tenga como único objeto
garantizar sus derechos personalísimos dentro de las comunidades donde les ha
tocado vivir, sus derechos básicos, es decir, los derechos humanos.
El orden legal mundial
El primer problema de la teoría
de la justicia doméstica, vernácula, es el de definir el ámbito de una
comunidad política determinada, quiénes forman parte de ella y quiénes son
extranjeros. No se puede eludir arbitrariamente «el problema de la definición
de la comunidad» y dando por supuesto que
los Estados actuales son «las unidades dentro de las cuales operan los
principios de justicia”. Para una teoría de la justicia global, en un mundo
globalizado, desde el puno de vista de la justicia y no de la economía como hoy
sucede, radica en el problema de
establecer los criterios de delimitación de la comunidad política, ya que desaparece, por definición, toda vez
que, la comunidad política a estos efectos es la humanidad misma en su
totalidad. Las objeciones que se han formulado a una delimitación de la
comunidad tan sencilla pero tan extensa apelan tanto a su posibilidad como a su
conveniencia dado que el desarrollo de las naciones tanto en lo cultural, como
en lo político azas en la economía, difieren sensiblemente unas
de otras.
Respecto a su posibilidad se
aducen las evidentes diferencias entre la sociedad internacional y las
sociedades nacionales amen de todas aquellas que dentro de un mismo
conglomerado social discrepan y explotan sentimientos nacionalistas diversos
por razones de lengua, origen e inclusive por razones puramente ideológicas
como ocurre en varios países europeos. Principalmente se alega que en el ámbito
internacional concurren un defecto institucional, la ausencia de un aparato coercitivo,
y un defecto volitivo emocional, la ausencia de sentimiento comunitarios
compartidos. Pero, debemos subrayar que, estos defectos son meramente
contingentes y lo cierto es que argumentar la imposibilidad de configurar un
demos universal porque no hay un previo ethnos (grupo étnico, nación) universal
supone, por un lado, ignorar que «las naciones han sido con frecuencia el
resultado de procesos de construcción nacional exitosos o no llevados a cabo
por los Estados, voluntaria e impositivamente, sobre poblaciones carentes del
deseado nivel de homogeneidad e identidad común y, de otro lado, incurrir en la
falacia de olvidar las alternativas ya que si el cosmopolitismo defiende la
promoción de un sentimiento étnico común -el humanismo- para fundar sobre él un
orden legal universal es, obviamente, porque ni aquel sentimiento ni este orden
existen actualmente. Lo que el cosmopolitismo pretende es, precisamente,
ofrecer una alternativa.
Respecto a su conveniencia se
aducen los riesgos de un estado mundial dotado de los poderes coercitivos -el
monopolio institucional de la fuerza- que son propios de los Estados modernos o
ejercido de facto por los países imperiales. Para responder a esta objeción hay
que distanciarse de la idea de que un orden legal tiene necesariamente que
revestir la misma forma de un Estado-nación soberano. Como se ha apuntado
repetidamente, desde perspectivas en gran parte diferentes, hay que liberarse
de la idea de un Estado mundial o de una república mundial para concebir un
tipo de orden legal universal más complejo. Jurgen Habermas propone, en este sentido,
un modelo de sociedad política mundial basado en una división de la soberanía en
el que la presencia de un sólo actor, el Estado nación, que actúa en dos
escenarios, el de la política interior y el de la política exterior, queda
sustituida por la presencia de tres actores, la organización mundial, los
Estados y los individuos, que actúan en tres escenarios, el supranacional, el
transnacional y el estatal.
Algo muy parecido al modelo que
bajo la discutible calificación de neo-medievalismo propuso H. Bull: «Si los
Estados modernos llegaran a compartir la autoridad sobre sus ciudadanos y la
lealtad de los mismos, con las autoridades regionales y mundiales, por un lado,
y con las autoridades subestatales y subnacionales, por el otro, hasta el punto
de que el concepto de soberanía dejase de ser aplicable, podríamos hablar del
surgimiento de un orden político universal de tipo neomedieval»
.Un orden legal mundial
democrático
Un problema bastante más
complejo, es el de qué forma debería adoptar ese orden legal universal para ser
un orden justo. Son varios los estudiosos que se han manifestado sobre las
particularidades de este tema, entre ellos Hans Kelsen que defiende las instituciones jurídicas
globales pero rechaza como indeseable la idea de un gobierno global. Otros
pensadores creen que «Realizar nuestro
interés prudencial y moral por un futuro en paz y económicamente viable exigirá
instituciones y organizaciones supranacionales
que limiten los derechos de soberanía de los Estados de una manera más rigurosa
de lo que hoy es habitual». Hans kelsen ya había señalado la incompatibilidad
entre soberanía y orden normativo supraestatal.
No es extraño añadir a estas
consideraciones la idea de un progreso paulatino e invocar, como referente, la
experiencia de la Unión Europea, aun que
vistos los desajustes que se han presentado en los últimos tres años
bien vale la pena dedicar más tiempo al
estudio de su integración política, bastante renqueante frente a la
integración económica.
Como se
ha indicado, bajo el punto de
vista de la teoría de los derechos humanos, este problema tiene contestación
pues la legitimidad de la autoridad esta en función del consentimiento de los
gobernados. La configuración de un orden democrático universal parece, sin
embargo, haber suscitado numerosas objeciones que cuestionan la posibilidad de
institucionalizar la democracia en una comunidad tan amplia y heterogénea
cultural, ideológica y políticamente.
El punto de partida es el
denominado dilema de Robert DaHl, pues fue él quien por primera vez planteó el
posible dilema entre la calidad y la extensión de la democracia: «Este es el
dilema entre participación ciudadana frente a la eficacia del sistema. Cuanto
menor sea una unidad democrática, tanto mayor será el potencial de la
participación ciudadana y tanto menor la necesidad de que los ciudadanos deleguen
las decisiones políticas en representantes. Cuanto mayor sea la unidad, tanto
mayor será la capacidad de éstos para lidiar con los problemas importantes de
sus ciudadanos y tanto mayor será la necesidad de que los ciudadanos deleguen
decisiones en sus representantes»
Este dilema, sin embargo, ofrece
ciertas características paradójicas. Mientras que parece casi trivialmente
obvio que la calidad intensiva de una democracia se alcanzaría con mayor
efectividad en una comunidad humana pequeña y homogénea y resultaría cada vez
más difícil de conseguirse en la medida en que la comunidad es más extensa y
más heterogénea, lo que no resulta nada asequible es en qué momento
cuantitativo y en qué grado de pluralismo la democracia resultaría inalcanzable
o de tan mala calidad como para no merecer tal nombre, sin perder la
perspectiva de que la “Geo Política Mundial” nos ofrece con mucha frecuencia
ejemplos de democracias fracasadas. A
este problema de vaguedad que nos sitúa ante un típico sorites – (El sorites es un recurso
estilístico usado habitualmente en la retórica. Se trata de un razonamiento
resultado de la concatenación de varios enunciados verdaderos, siendo el sujeto
de cada uno el predicado del anterior. Partiendo de unas premisas verdaderas se
puede ir introduciendo retórica, fácil y gradualmente una falsedad, en cuanto
se falte a alguna regla silogística de forma capciosa)- hay que añadir
un ingrediente empírico también paradójico y es que no siempre las comunidades
pequeñas son homogéneas y las grandes heterogéneas. Puede resultar fácil
convenir en que la calidad democrática en los cantones suizos es elevada aunque,
paradójicamente, Suiza resulta ser un Estado pequeño pero multilingüístico.
Los Estados Unidos de América,
que hace mucho despertaron la admiración democrática de Alexis de Tocqueville,
son una comunidad política amplia en número de miembros y en extensión
territorial, multicultural en origen y, hasta tiempos muy recientes, prácticamente
monolingüística. La India, por su parte, constituye una comunidad
territorialmente extensa, inmensamente mayor en número de miembros y bastante
compleja culturalmente. Todo ello no obstante, aceptamos que Suiza, Estados
Unidos y la India constituyen ejemplos distintos de comunidades políticas
soberanas democráticas ¿…?.
Obvio es decir que en el sistema
de moralidad de los Estados una característica sobresaliente es la afirmación
de la democracia en los Estados-nación y las relaciones no democráticas entre
los Estados; el arraigo de la responsabilidad y de la legitimidad democrática
dentro de las fronteras del Estado y la búsqueda del interés nacional (y de una
ventaja política máxima) fuera de esas fronteras... Característica esta que aplican en mayor o menor grado todos los
países del mundo. Para establecer los términos de esta comparación cabe
recordar que, en estos momentos, Suiza, la Confederación Helvética, es un
Estado integrado por unos siete millones y medio de personas, que reconoce oficialmente
tres idiomas distintos y se organiza en veintitrés cantones; los Estados Unidos
forman un Estado integrado por unos trescientos cincuenta millones de
habitantes, que no reconoce una lengua única oficial aunque prácticamente ha
funcionado como exclusivamente anglófona hasta la reciente expansión del
español como segunda lengua más hablada, y que se organiza en cincuenta Estados
más el distrito federal; la India, finalmente, es un Estado integrado por unos
mil doscientos millones de habitantes, que hablan unas cuatrocientas lenguas
distintas, y se organiza en veintiocho Estados. Sobre la ausencia de
correlación entre población y diversidad cultural.
Por otra parte, hay formas
despóticas de gobierno asociadas a comunidades políticas mucho más pequeñas y/o
mucho más homogéneas, Robert DaHl al
explorar sobre el tamaño de la democracia, habían abierto paso a la necesidad
de imaginar unidades políticas más amplias y complejas en las que proyectar las
exigencias de la democracia. Quince años después Robert DaHl todavía citaba a
la Comunidad Europea como ejemplo de un crecimiento supranacional remarcando
que «la mayor escala de las decisiones no tiene por qué conducir necesariamente
a un sentimiento de mayor impotencia, siempre y cuando los ciudadanos estén en
condiciones de ejercer un control significativo sobre las decisiones en todos
los asuntos que corresponden a una escala menor pero trascendente para su vida
diaria...»
(DaHl, consecuentemente, concluía
que «de esta manera —y los ciudadanos de una sociedad democrática podrían
encontrar otras— sería factible adaptar una y otra vez el proceso democrático a
un mundo que se parece muy poco a aquel en el cual nacieron las ideas y las
prácticas democráticas». No resulta, por tanto, conceptualmente imposible un
mundo en el que exista un orden legal universal democrático. Habrá de ser, con
toda probabilidad, un orden legal poliárquico mucho más parecido a los grandes
Estados federales que a los estados-nación centralizados pero nada hay que
impida que, en un diseño de ese tipo, se satisfagan las seis condiciones que Robert Dahl requería:
(1)
cargos públicos electos, (2) elecciones libres,
imparciales y frecuentes, (3) libertad de expresión, (4) fuentes alternativas
de información, (5) autonomía de las asociaciones y (6) ciudadanía inclusiva.
Robert Dahl
citaba como ejemplos las dos Coreas, Yemen y Yemen del Sur, Alemania Oriental,
Polonia, la República Árabe Unida y Haití. Actualizando estos ejemplos todavía
podrían tener vigencia los de Yemen (que, tras la unificación de 1990, cuenta
con algo más de veinte millones de habitantes con casi un 100 por 100 de
población árabe y musulmana y que, en la práctica, sigue gobernado por un
partido único) o Haití (con una población cercana a los nueve millones de
habitantes, notablemente homogénea étnica y lingüísticamente, y que hasta las
elecciones de 2006, tuteladas por la ONU, ha sido gobernada despóticamente).
En efecto, en 1998 publica On Democracy, en la
que si bien afirma que su dilema puede afrontarse y que «el desafío no consiste
en detener el despliegue de la internacionalización —algo que resulta
imposible—, sino en democratizar las organizaciones internacionales» y que, para conseguirlo, «probablemente habría
de desarrollarse algún tipo de identidad común, equivalente a la que existe en
los países democráticos», al mismo tiempo califica la primera afirmación de
«excesivamente optimista» y la segunda de «altamente improbable». Entre
nosotros y en referencia al dilema de DaHl, tenemos que hacer hincapié en la
relación necesaria entre democracia y soberanía y nos mostramos bastante escépticos respecto a la posibilidad
de mantener esa relación en un nivel global.
Otros autores afirman, por el
contrario, la posibilidad de democratizar las instituciones internacionales, incluso
como un marco más apto para alcanzar la libertad, autores como J. Bohman. David Held es, entre todos, el que con mayor
definición ha diseñado un orden democrático cosmopolita y ha defendido la
posibilidad de transitar desde el actual orden internacional, definido por la
Carta de las Naciones Unidas, hacia ese orden ideal. Debemos sostener a pesar
de todo y quizás en contra de algunos
sesudos pensadores, con mayor rotundidad todavía si cave, que «la democracia
global es posible y quizás deseable y, además, que acabará siendo una realidad, no
a la vuelta de unos lustros, sino mas bien
a la vuelta de varios siglos. Por
ahora debemos ocuparnos de la Democracia real
ya, de la que nos compete como ciudadanos del mundo y observando y
respetando los tratados internacionales que no vulneren las democracias y menos aun los derechos
Humanos.
Carlos Herrera Rozo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario