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miércoles, 14 de febrero de 2018




MACONDO Y LA REALIDAD COLOMBIANA A VUELO DE NEBLÍ ALIGERO.
“Rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil” (pero que siempre ha estado ahí)
Gabriel García Márquez.
“La literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar. Porque los fraudes, embaucos y exageraciones de la literatura narrativa sirven para expresar verdades profundas e inquietantes que solo de esta manera sesgada ven la luz”
Mario Vargas Llosa.
Releer La obra literaria de García Márquez no sólo es un placer espiritual sino tomar contacto, a través de las palabras de la ficción, con el mundo que nos acucia. La política colombiana pretende presentar el país como una sociedad abierta, democrática, pero no hay nada más lejos de la realidad, la democracia en Colombia esta amordazada por los medios de comunicación, la falta de participación ciudadana en las decisiones, la participación directa de los grupos financieros y económicos del país en las decisiones gubernamentales y la influencia de grupos de presión exterior, convirtiendo el país en una sociedad cerrada, gobernada por cuatro o cinco familias emparentadas con vínculos de consanguinidad en primer y segundo grado. En Colombia el poder se ha arrogado el control ciudadano, gobernando, a la vez, sus sueños y esperanzas a través de la manipulación, grosera y artera, de los medios de comunicación, la supresión de la historia en el pensum educativo y la privatización de la educación, negándole a la mayoría de los ciudadanos la posibilidad de instruirse y salir de la ignorancia donde la mantienen por conveniencia.
Nunca me había preguntado, como lo hago hoy, releyendo a salto de mata La Hojarasca, Cien Años de Soledad e Isabel Viendo Llover en Macondo, el porqué de la animadversión de la Clase dirigente, económica y política, con el premio Nobel Colombiano. Las afirmaciones de algunos dirigentes políticos, hoy en lisa electoral, sobre García Márquez, no dejan lugar a dudas, así como su exilio voluntario en México: El gobierno de Julio Cesar Turbay Ayala lo acusaba de financiar al grupo guerrillero M19, forzándolo a pedir asilo político en México donde murió.
La posición política de García Márquez es bien conocida: En 1983 cuando se le pregunto: ¿Es Ud. Comunista? El escritor respondió: “Por supuesto que no. No lo soy ni lo he sido nunca. Ni tampoco he formado parte de ningún partido político”. Si le confeso a Plinio Apuleyo Mendoza que, “quiero que el mundo sea socialista, y creo que tarde o temprano lo será”. Hay que anotar que García Márquez entendía por socialismo un sistema de progreso, libertad e igualdad relativa, y siempre afirmo que “yo sigo creyendo que el socialismo es una posibilidad real, que es una solución para América Latina, y que hay que tener una militancia más activa”. García Márquez, gracias a sus viajes por el mundo, había comprendido las diferencias sustanciales entre Comunismo y Socialismo y las posibilidades reales, de que este último, adquiriera carta de naturaleza en América Latina. Pero la realidad es obstinada cuando las gentes se avienen al sufrimiento por miedo a enfrentarse al porvenir: el pasado del país lo ha manipulado, la clase dirigente, en caminando sus conclusiones a justificar el presente sin entrar en ninguna clase de consideraciones ni de métodos para conseguirlo. La Historia oficial ha sido escenario de taumatúrgicas mudanzas: contundentes hechos han sido ocultados, silenciados o manipulados al vaivén de las necesidades de la camarilla gobernante. Esta es una práctica que el totalitarismo ideológico, de pensamiento único, ha perfeccionado pero no inventado. Prohibir la historia en los establecimientos educativos, trastocarla, convertirla en un instrumento gubernamental para legitimar a quienes mandan, proporcionar coartadas para sus fechorías se ha convertido en la tentación de los gobernantes para mantenerse en el poder en los últimos setenta y cinco años de nuestra historia.
Afirma Vargas Llosa, en La Verdad de las Mentiras que, “La imaginación a concebido un astuto paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: La ficción”. Y es verdad, gracias a ella conseguimos, a pesar de inquinas, malas artes, suplantación de hechos y mordaza física y mental, mantenernos dentro de nuestros principios fundamentales defendiendo la soberanía personal y colectiva. La verdad histórica no puede sustituirse, es indispensable para conocer lo que fuimos y lo que queremos ser como colectividad humana en el futuro. Y la ficción, de otra parte, se convierte, gracias al arte literario, "en la historia privada de una nación"… a decir de Honoré de Balzac.
La historia de Colombia y de la sociedad colombiana ha sido reflejada por García Márquez en su obra literaria. Con cien Años de Soledad se cierra el periplo, en medio están La Hojarasca, El Coronel No Tiene Quien Le Escriba, La Mala Hora, El Otoño del Patriarca y sus Cuentos, entre los que destaco Isabel Viendo Llover en Macondo. Solo cito, en este escrito, la secuencia de lecturas de la que me he valido, a salto de mata, para escribir estas líneas.
Leyendo La Hojarasca descubrimos el estado social de Macondo, la división social en dos grupos bien marcados: primero, las familias fundadoras, la aristocracia de Macondo, y luego, la hojarasca, el otro, el intruso: «De pronto como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos: rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable.» La aristocracia estaba representada por la familia del Coronel que tiene tal ascendiente entre sus vecinos que hasta las autoridades balbuceaban ante él. Su familia tuvo un esplendoroso pasado feudal y, a juzgar por el viaje realizado hasta Macondo, en el que hasta los caballos tenían mosquiteras, junto a su pequeña comitiva: cuatro guajiros y la guajirita Meme, dejaban ver claramente su riqueza. Ya en Isabel Viendo Llover en Macondo aparecen estos personajes secundarios. La familia del Coronel esta un peldaño más elevada que el alcalde, el cura, el doctor quienes no gozan de las comodidades de la familia del coronel ni de las consideraciones que le profesan los ciudadanos y, en consecuencia, forman un segundo segmento social en Macondo, inmediatamente por debajo de la aristocracia, y por debajo de estos se encuentran los guajiros, los sirvientes. En tanto Meme ha subido un escalón al convertirse en la concubina del médico por lo que es rechazada por el resto de la población. Lo que ha irritado al pueblo no es que sea la concubina del médico, lo que les molesta, en grado sumo, es que se presente en la iglesia como una gran señora. Lo que le molesta a la gente es que quiera aparecer como señora siendo guajira. Este hecho muestra claramente la falta de movilidad entre los grupos sociales de Macondo y que aún hoy persiste dentro de la sociedad colombiana, clasismo y arribismo conjugados y estratificados. Y por último esta la hojarasca, esa masa desenfrenada y prodiga que envileció a Macondo, como amorfo cinturón de desplazados por la guerra y la miseria.
Las autoridades en Macondo dan una imagen desastrosa: el alcalde es un hombre borracho, cobarde y corrupto. La autoridad actúa no en función de principios o mandatos legales, sino de conveniencias personales. Otro ejemplo significativo nos lo da el coronel: “a fines de 1918… la cercanía de las elecciones hizo pensar al gobierno en la necesidad de mantener despierto e irritado el nerviosismo de sus electores”. Para conseguirlo, ordenan registrar la casa del médico. Y el coronel piensa que, sin la intervención del Cachorro, “habrían arrastrado al doctor, lo habrían atropellado seguramente y habría sido un sacrificio más en la plaza pública en nombre de la eficacia oficial”. Nada extraño. El miedo como principio de coerción, los abusos y los crímenes son corrientes cuando se acercan las elecciones. Hoy son los defensores del pueblo, los defensores de los derechos humanos, periodistas profesores o estudiantes y todos aquellos que piensen diferente. Macondo no ha cambiado. Las autoridades civiles y militares proceden así para crear un clima determinado acorde a sus intereses. En la Hojarasca se recuerdan las elecciones como “un tenebroso domingo electoral”, “un Sangriento domingo electoral”. Lo único cierto es que las autoridades propician el jolgorio ordenando llevar al pueblo “damajuanas de aguardiente”. Lo único que queda claro es que las elecciones eran una farsa sangrienta y que la política es chabacana y brutal. Los gobernantes no tienen ley, no practican la justicia, no hay ideales que sustenten su qué hacer, salvo su mezquino interés personal. El ejercicio de la política se convierte así en un instrumento rustico, donde un grupo de individuos, sirven a sus propios intereses en desmedro de las comunidades por las que han salido electos. Macondo vive más allá de la ficción como una fotografía, en sepia, de una época que no termina de pasar, inmóvil en el tiempo y en una sociedad amodorrada en su propio fatalismo.
Colombia y Macondo, Macondo y Colombia, los términos no se diferencian, se asimilan, se proyectan como una unidad no solamente en el tiempo, también en la sociedad. Los registros de hoy tienen resonancia en ese pasado reciente que es Macondo y viceversa, lo que ocurrió en Macondo sigue ocurriendo hoy como un mantra del que no podemos escapar, no porque no se pueda, sino porque la castración mental a la que hemos sido sometidos no nos deja ver el horizonte, la capacidad y el derecho que aún tenemos de rebelarnos contra las mafias que nos gobiernan. La ausencia de rebelión consiente es otra causa del sometimiento y el miedo. La rebelión para que sea efectiva no puede ser individual, ha de ser colectiva, en base a principios democráticos que garanticen la justicia social y destierren para siempre la corrupción y el crimen.
Carlos Herrera Rozo.

Los colombianos necesitamos a alguien a quien odiar?

Con inusitada frecuencia leyendo  los comentarios  que proliferan en las redes sociales me hago la pregunta ¿Qué nos está pasando a los colombianos?
Da la impresión  de que habitamos en una sociedad que se solaza en la enemistad en vez de crear puentes de concordia. Todo indica que el conflicto que ha atravesado el país a lo largo de más de cincuenta años nos impidiera mirar al otro con confianza. Como si la violencia hubiera ocupado nuestros sentimientos y nos impulsara a necesitar a alguien a quien odiar para poder legitimar nuestro ideario y sentirnos superiores. Y nos da igual el tema que tratemos, religión, política, derechos humanos o las modas estéticas. En Colombia todo es susceptible de ser odiado: Necesitamos un enemigo al cual enfrentarnos, ya no por testosterona sino por convicción social. Hay que odiar, odiar para ser y tener un lugar dentro del mundo en que nos movemos. Odiar al Gay, odiar al que piensa diferente a nosotros, odiar al que profesa otra fe, odiar a los negros, odiar al vecino, en síntesis odiar al otro. Siento, desde la atalaya en que vivo, que el mundo en el que transcurrió mi infancia ya no me pertenece, que se vive en un espacio inclemente, árido y solitario donde la violencia se impone como única ley y donde algunos, los más pocos, quedamos relegados, casi invisibles, porque no aceptamos el pensamiento único que tratan de imponer los mesías de la política y la economía.
Recuerdo, con asombro,  El Mundo de Ayer de Stefan Sweig, donde nos recuerda el autor los comienzos del siglo XX. Zweig señala sin reparos los defectos de esa sociedad desaparecida (la pobreza de grandes sectores de la población, la permanente minoría de edad de las mujeres, la hipocresía sexual), pero añora también con pasión  el ideal de progreso indefinido y la ferviente fe en el ser humano que desaparecerían para siempre en las trincheras de Guerra. Los títulos de los capítulos evocan una cultura humanista y el frescor de una esperanza en el futuro que quedarían destrozadas por los primeros desórdenes del siglo XX. La lectura se hace aún más dramática si se recuerda que Zweig se suicidaría poco después en compañía de su esposa, llevado por la desesperanza ante el aparente triunfo del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, el cual invito a leer toda vez que ese relato  a los colombianos de hoy debe resultarles, como a mí, muy familiar. Quienes desde la juventud hemos vivido la experiencia de la guerra, que ha destruido el país en los últimos cincuenta años, arrebatándonos el futuro y la senda del progreso social y político, y, para colmo de males, sumergiéndonos en la corrupción que ha permeado todas las capas de la sociedad y ensombrecido el futuro de las nuevas generaciones de ciudadanos.
Muchos ciudadanos pensamos, equivocadamente, que con el pacto del Frente Nacional firmado entre Alberto Lleras Camargo y Laureano Gomez en Benidorm, habían quedado atrás  los enfrentamientos violentos tan comunes en nuestra historia nacional. Hoy sabemos, gracias a los líderes políticos y financieros que dirigen el país, que no hemos salido del lodazal donde nos tienen recluidos quienes a lo largo de este periodo de cincuenta años han detentado el poder. El discurso del odio no solo sigue sembrado en la política nacional sino que, también, se ha regado a lo largo y ancho de la nación en todos los estratos de la sociedad.
No me invento nada. Basta con oír  a los más importantes líderes de los partidos políticos para comprender mi aserto: Recurren al odio para estigmatizar al adversario, para que sea tratado con hostilidad. Utilizan las emociones como pauta política en lugar de utilizar la dialéctica, la libertad de expresión y la libertad de los derechos de la colectividad para expresarse democráticamente desde la ideología que profese negándole al legitimo contradictor los derechos que exigen para sí mismos. Olvidan estos “lideres” que la libertad de expresión es la única vía hacia la libertad, y que someterla, extirparla es el camino abierto hacia el totalitarismo.
El contrato social, al que nos debemos, nos indica que el núcleo de la vida social está formado por la colectividad y no por individuos aislados, sometidos todos al cumplimiento de las normas que hemos aceptado para convivir con respeto y dignidad sujetos a una ley común. Desde esta perspectiva, los discursos intolerantes, los que siembran odio y muerte están causando un daño irreparable al tejido social. Están abriendo un abismo insalvable entre los ciudadanos, entre las familias, los amigos, los vecinos, a tal punto que, todos se sienten ajenos. Estos “mesías” que andan convencidos de ser superiores no han comprendido su propia estupidez al pensar que les asiste, a ellos y solo a ellos, el derecho de la libre expresión, sin importarles que están atentando con su discurso mal intencionado, procaz y violento contra los derechos constitucionales del adversario. Son conscientes de que el conflicto entre la libertad de expresión y el discurso del odio no se supera solo con la ley porque es difícil establecer hasta donde es posible dañar al otro sin incurrir en un delito penal y de eso se valen para seguir en su labor destructiva.
Solo el reconocimiento de que todos somos iguales, no solo ante la ley  y el contrato social que nos une, sino ante la ética social y la dignidad entre semejantes, nos permitirá superar  el discurso del odio , la libertad de expresión y la participación política desde cualquier ideología. Reforzar el pensamiento democrático es lo único que nos permitirá superar el actual conflicto social,  acogiéndose al proceso de paz, y exigiendo el respeto de los derechos de las personas más vulnerables de la sociedad que se encuentran a merced de los socialmente más poderosos ya sea en el ejercicio de las funciones públicas o desde las trincheras del mundo financiero y económico. La paz es un derecho de todos y lo único que nos permitirá volver a vivir en armonía.