facebook

martes, 28 de septiembre de 2010

A PROPOSITO DE LA DESTITUCION DE PIEDAD CORDOBA Y DE LA MUERTE DEL MONO JOJOY.

A PROPOSITO DE LA DESTITUCION DE PIEDAD CORDOBA Y DE LA MUERTE DEL MONO JOJOY.

Hace días me hice el propósito de no volver a escribir sobre temas de la actualidad colombiana, quizás equivocadamente, pero fundada mi decisión en los artículos de prensa y, fundamentalmente, en los comentarios soeces y desproporcionados, de los ciudadanos que los firman. No se dan cuenta que esa actitud descalifica, ética y moralmente, aun llevando razón, a quienes los suscriben. Pero debemos de convenir que su actitud es el reflejo de una política de desinformación, de desconocimiento de las instituciones que nos rigen, de ignorancia supina sobre los manejos del poder, de miedo a lo que ocurre a lo largo y ancho del país, de sometimiento a los dictados de la violencia, de incredulidad ante la ineptitud o la complacencia de los jueces, de sometimiento a quienes utilizando los medios de comunicación narcotizan a los ciudadanos falseando la verdad creando paraísos y nirvanas donde solo existe odio, resentimiento, fanatismo y desdén por el otro que piensa diferente, sirviendo, a contra pelo de la opinión pública, a quienes quieren imponer, desde la caverna, el pensamiento único, que les permita obrar a sus anchas incumpliendo los principios que han jurado defender.

Hoy, después de las lecturas de los diarios y de los comentarios anexos, sobre los temas motivo de esta nota, me propongo llamar la atención de los ciudadanos, especialmente de los jóvenes, en aras de las buenas maneras, de la reconciliación entre los ciudadanos, apostando por salvaguardar los principios fundamentales de nuestra Carta Magna, de modo significativo en lo referente a la libertad de expresión, fundamento sin el cual, la democracia no es posible. Nada agregamos cuando afirmamos que el fallo es del sistema político y, menos aun, cuando señalamos con el dedo a nuestro legitimo contradictor, al opositor, sea este comunista, fascista, liberal o conservador. Debemos comprender que la disposición al desacuerdo, al libre disenso, así se lleve a extremos fastidiosos, es la columna vertebral de una sociedad abierta. La democracia exige, para no naufragar en el marasmo de las opiniones hechas, de la existencia de individuos que se opongan a la opinión de las mayorías, porque una democracia de consensos, como el frente nacional, o de pactos permanentes entre partidos políticos para repartirse el poder, no será una democracia que perdure mucho tiempo.

Entiendo que a las comunidades les resulta más sencilla la vida cuando todos parecen estar de acuerdo sobre su gobernabilidad, lejos de ideas reformistas por buenas que ellas sean, en aras de salvaguardar las convenciones y las formas de convivencia, optando por rechazar al disconforme. Pero también tenemos que aceptar que la vida, desde esa perspectiva restringida, será menos activa y poco satisfactoria. Quien observe con detenimiento las sociedades, las naciones en que su actividad democrática natural se ha detenido, vera que sus instituciones se han desintegrado y que el caos reina para satisfacción de unos pocos que medran a costa del sufrimiento general de los ciudadanos para los cuales gobiernan. Es el precio que se paga por acallar la voz de los disconformes, aceptando luego, en silencio, un círculo cerrado de opiniones y de ideas en el que nunca se permite la voz de la oposición, ni para escuchar el grito desgarrador del silencio impuesto por la fuerza. Me dirá, algún avispado lector, que no es el caso colombiano, solo debo afirmar que, aparentemente las personas siguen siendo libres de decir lo que les venga en gana, pero cuando sus opiniones se apartan de lo que dice el statu quo, son apartadas y marginadas de la sociedad, cuando no, asesinadas u obligadas al exilio. Los ejemplos de este proceder son múltiples en el país, y al parecer, observando los últimos acontecimientos, está lejos de cerrase.

Creo que los ciudadanos en general, los intelectuales y los jóvenes en particular, están en mora de participar activamente en la vida política de la nación. No podemos aceptar “el no me importa la política”, porque es dejar en manos de desaprensivos la forma en que debemos gobernarnos, la forma en que debatimos nuestros intereses comunes, el problema no es, ni se centra en saber, si estamos o no de acuerdo con un acto legislativo sino en la forma en que se debate y los actores interesados o no en que salga adelante. Es asombroso observar como las sociedades han ido aceptando, sin protestar, la invasión indebida de sus derechos personalísimos, por no hablar de la invasión de Irak, el racismo, la homofobia, las diferencias de clases, etc. En el siglo pasado los intelectuales fueron la voz en defensa de las libertades: Se identificaron con las protestas contra el abuso de poder por parte del estado secundados por los jóvenes que exigían un cambio de las instituciones que consideraban caducas y alejadas de la realidad social a las que se aplicaban. Hoy, tanto unos como otros, quizás sometidos por el miedo, hablan y escriben a contrapelo de lo que ocurre en las sociedades avanzadas. Los ciudadanos en general, los intelectuales y los jóvenes en particular no deben olvidar que si renuncian a la política activa abandonan a la nación en manos de políticos corruptos, de funcionarios mediocres y venales, y al vaivén de los intereses desmedidos de las multinacionales y de los grupos de presión. Por lo mismo no debemos abandonar el desafío de la renovación tanto de las instituciones cuando la costumbre lo demanda como de la clase política existente cuando sus principios y valores lesionan el interés general.

El disentir, la disconformidad, la disidencia, la oposición siempre han sido obra de mentes jóvenes y renovadoras. Para corroborar este aserto basta con mirar las páginas de la historia: la revolución Francesa, La revolución Americana, La independencia de América del Sur, La revolución de Octubre, el New Deal, la Europa de la posguerra, el movimiento del 68, fueron movimientos liderados por jóvenes. Frente a los excesos del poderes más probable que los jóvenes los afronten y exijan su solución, que se resignen a ser sometidos y a acallar sus conciencias. Pero, como ocurre hoy día, también, debido mas a la desinformación y a la persistencia de los desarreglos sociales, que se sometan más que sus mayores a caer en el apoliticismo desviando sus intereses hacia cosas superfluas, o a aquellas otras que llaman su atención y que llenan intelectualmente el espacio vacío que les deja la política, como las ONG, Green Peace, médicos sin fronteras, etc., con la disculpa de que, “la degradación política no es cosa nuestra”. No son conscientes de que la sociedad en que viven, las instituciones que se ha dado solo podrán seguir existiendo en la medida en que su compromiso con la gestión de la cosa pública no decaiga.

Todo lo que tiene el ciudadano para defender el interés general son las elecciones a los consejos municipales, a las asambleas, a los cuerpos legislativos y al ejecutivo. Son estos los únicos medios que poseemos para convertir la opinión ciudadana en acción ejecutiva dentro de la ley para poder convivir en paz y armonía. Por todo ello es fundamental la garantía de las libertades ciudadanas, en especial, aquella que defiende la libertad de expresión, la expresión del legitimo contradictor. El fracaso de la democracia trasciende las fronteras y nos muestra ante extraños como fieras en un estado fallido. Jóvenes, que no sea ese nuestro destino, actuemos siempre en política como si estuviéramos frente a una catástrofe inminente: Espíritu crítico, imaginación permanente y voluntad de acción ejecutiva. Para salir del subdesarrollo necesitamos leyes nuevas, sistemas electorales diferentes, participación activa de todo el espectro político: Liberales, conservadores, comunistas, socialistas, fascistas, socialdemócratas, etc., restricciones efectivas a los grupos de presión, legislar con rigor la financiación de los partidos políticos, encontrar los medios legales para que las autoridades elegidas o no respondan por sus acciones ante la ley y ante los ciudadanos a quienes se deben y que son en ultimas quienes con sus impuestos les pagan.

El encabezamiento de esta nota indicaba que íbamos a hablar de Piedad Córdoba y del Mono Jojoy. No lo he hecho, pero sí de las causas que dan lugar al extravío de algunos ciudadanos y al peligro que entraña el desconocimiento del derecho constitucional de la libre expresión dentro del arco social y parlamentario. Los jueces no están para judicializar la política sino para hacer respetar la ley y perseguir a los criminales. Fueran más efectivos, y le sirvieran mas a la nación y a la democracia, si persiguieran con ahínco y denuedo a los criminales, a los paramilitares, a quienes desde el deber de defender a las instituciones se han dedicado a ofrecer el denigrante espectáculo de los falsos positivos, si utilizando todos los medios que les ofrece el código penal pusieran entre rejas a todos los que se han enriquecido ilícitamente, medrando del presupuesto desde los cargos públicos, o aceptando sobornos para cometer cohechos y prevaricatos. Los jueces no deben olvidar que del buen cumplimiento de gestión que se les ha encomendado, de la correcta aplicación de la ley, depende de forma sustantiva la supervivencia de la democracia.

Hoy, visto lo visto, ante la invasión abusiva de nuestros derechos personalísimos los ciudadanos tenemos que organizarnos en asociaciones efectivas que nos permitan acceder, por derecho, en las decisiones que afecten la vida comunitaria. Ello requiere la exigencia irrenunciable de un cambio fundamental en las estructuras institucionales. Leyes nuevas que le permitan al ciudadano una mayor participación democrática en las decisiones que afecten a la sociedad. Los jóvenes y los intelectuales tienen la obligación de encabezar esta cruzada.

Carlos Herrera Rozo