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miércoles, 14 de febrero de 2018

Los colombianos necesitamos a alguien a quien odiar?

Con inusitada frecuencia leyendo  los comentarios  que proliferan en las redes sociales me hago la pregunta ¿Qué nos está pasando a los colombianos?
Da la impresión  de que habitamos en una sociedad que se solaza en la enemistad en vez de crear puentes de concordia. Todo indica que el conflicto que ha atravesado el país a lo largo de más de cincuenta años nos impidiera mirar al otro con confianza. Como si la violencia hubiera ocupado nuestros sentimientos y nos impulsara a necesitar a alguien a quien odiar para poder legitimar nuestro ideario y sentirnos superiores. Y nos da igual el tema que tratemos, religión, política, derechos humanos o las modas estéticas. En Colombia todo es susceptible de ser odiado: Necesitamos un enemigo al cual enfrentarnos, ya no por testosterona sino por convicción social. Hay que odiar, odiar para ser y tener un lugar dentro del mundo en que nos movemos. Odiar al Gay, odiar al que piensa diferente a nosotros, odiar al que profesa otra fe, odiar a los negros, odiar al vecino, en síntesis odiar al otro. Siento, desde la atalaya en que vivo, que el mundo en el que transcurrió mi infancia ya no me pertenece, que se vive en un espacio inclemente, árido y solitario donde la violencia se impone como única ley y donde algunos, los más pocos, quedamos relegados, casi invisibles, porque no aceptamos el pensamiento único que tratan de imponer los mesías de la política y la economía.
Recuerdo, con asombro,  El Mundo de Ayer de Stefan Sweig, donde nos recuerda el autor los comienzos del siglo XX. Zweig señala sin reparos los defectos de esa sociedad desaparecida (la pobreza de grandes sectores de la población, la permanente minoría de edad de las mujeres, la hipocresía sexual), pero añora también con pasión  el ideal de progreso indefinido y la ferviente fe en el ser humano que desaparecerían para siempre en las trincheras de Guerra. Los títulos de los capítulos evocan una cultura humanista y el frescor de una esperanza en el futuro que quedarían destrozadas por los primeros desórdenes del siglo XX. La lectura se hace aún más dramática si se recuerda que Zweig se suicidaría poco después en compañía de su esposa, llevado por la desesperanza ante el aparente triunfo del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, el cual invito a leer toda vez que ese relato  a los colombianos de hoy debe resultarles, como a mí, muy familiar. Quienes desde la juventud hemos vivido la experiencia de la guerra, que ha destruido el país en los últimos cincuenta años, arrebatándonos el futuro y la senda del progreso social y político, y, para colmo de males, sumergiéndonos en la corrupción que ha permeado todas las capas de la sociedad y ensombrecido el futuro de las nuevas generaciones de ciudadanos.
Muchos ciudadanos pensamos, equivocadamente, que con el pacto del Frente Nacional firmado entre Alberto Lleras Camargo y Laureano Gomez en Benidorm, habían quedado atrás  los enfrentamientos violentos tan comunes en nuestra historia nacional. Hoy sabemos, gracias a los líderes políticos y financieros que dirigen el país, que no hemos salido del lodazal donde nos tienen recluidos quienes a lo largo de este periodo de cincuenta años han detentado el poder. El discurso del odio no solo sigue sembrado en la política nacional sino que, también, se ha regado a lo largo y ancho de la nación en todos los estratos de la sociedad.
No me invento nada. Basta con oír  a los más importantes líderes de los partidos políticos para comprender mi aserto: Recurren al odio para estigmatizar al adversario, para que sea tratado con hostilidad. Utilizan las emociones como pauta política en lugar de utilizar la dialéctica, la libertad de expresión y la libertad de los derechos de la colectividad para expresarse democráticamente desde la ideología que profese negándole al legitimo contradictor los derechos que exigen para sí mismos. Olvidan estos “lideres” que la libertad de expresión es la única vía hacia la libertad, y que someterla, extirparla es el camino abierto hacia el totalitarismo.
El contrato social, al que nos debemos, nos indica que el núcleo de la vida social está formado por la colectividad y no por individuos aislados, sometidos todos al cumplimiento de las normas que hemos aceptado para convivir con respeto y dignidad sujetos a una ley común. Desde esta perspectiva, los discursos intolerantes, los que siembran odio y muerte están causando un daño irreparable al tejido social. Están abriendo un abismo insalvable entre los ciudadanos, entre las familias, los amigos, los vecinos, a tal punto que, todos se sienten ajenos. Estos “mesías” que andan convencidos de ser superiores no han comprendido su propia estupidez al pensar que les asiste, a ellos y solo a ellos, el derecho de la libre expresión, sin importarles que están atentando con su discurso mal intencionado, procaz y violento contra los derechos constitucionales del adversario. Son conscientes de que el conflicto entre la libertad de expresión y el discurso del odio no se supera solo con la ley porque es difícil establecer hasta donde es posible dañar al otro sin incurrir en un delito penal y de eso se valen para seguir en su labor destructiva.
Solo el reconocimiento de que todos somos iguales, no solo ante la ley  y el contrato social que nos une, sino ante la ética social y la dignidad entre semejantes, nos permitirá superar  el discurso del odio , la libertad de expresión y la participación política desde cualquier ideología. Reforzar el pensamiento democrático es lo único que nos permitirá superar el actual conflicto social,  acogiéndose al proceso de paz, y exigiendo el respeto de los derechos de las personas más vulnerables de la sociedad que se encuentran a merced de los socialmente más poderosos ya sea en el ejercicio de las funciones públicas o desde las trincheras del mundo financiero y económico. La paz es un derecho de todos y lo único que nos permitirá volver a vivir en armonía.


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