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miércoles, 25 de junio de 2008

Por Martha Ruíz

Los agraviados

Con la muerte de Tirofijo volví a releer las páginas de ese corto pero magnífico relato de Heinrich von Kleist llamado La asombrosa guerra de Michael Kohlhass. Este cuenta la historia de un hombre al que el Junker (noble terrateniente) Von Tronka le decomisa, de manera arbitraria, una recua de caballos que eran su más preciado tesoro. Kohlhass intenta cumplir con todos los requisitos burocráticos que la autoridad del Junker —en la Alemania del siglo xvi— le impone para recuperar sus animales. Pero no lo logra. Las bestias ya se habían perdido. El episodio desata en Kohlhass, hasta entonces un ciudadano ejemplar, un sentido justiciero que lo transforma en forajido. Buscando la reparación, destruye pueblos, mata civiles y siembra el terror en la rivera del río Havel. Según el cuento, llamaron hasta a Martín Lutero en persona para que intercediera y apaciguara la ira del hombre. “Kohlhass, tú que pretendes haber sido enviado para empuñar la espada de la justicia ¿de qué te precias, osado, al valerte de la locura de la ciega pasión si desde la coronilla hasta el calcañar representas el colmo de la injusticia?”, le escribió el reformador en una misiva. Pero solo logró un armisticio: la guerra continuó muchos años.

Es el poder del agravio. El mismo que una y otra vez salía a relucir en los discursos de Manuel Marulanda Vélez, cuando evocaba los marranos y las gallinas perdidas en aquellos lejanos días en los que Marquetalia sucumbió bajo el fuego oficial.
Cuentan que hace años, mucho antes de morir, el general José Joaquín Matallana, que había combatido allí, dijo que si volviera a vivir repetiría cada acto de su vida como lo había hecho. Menos uno: Marquetalia.

¿Qué era Marquetalia entonces? Posiblemente aquello que Álvaro Gómez señaló: el sueño de una república comunista independiente. Pero desde su bombardeo, Marquetalia ha sido un error histórico. El más grande quizá que han cometido unas élites que resaltan por lo intolerantes y violentas. Y no porque se tratara de campesinos inofensivos que de repente fueron atacados, sin más, por el Estado. Seguían en armas, eso es un hecho. Pero aun así las consecuencias de aquellos bombardeos han sido devastadores, y quiérase o no, ese es no solo el mito fundacional de las Farc, sino el hito inicial de la guerra reciente.

La desmesurada respuesta de Tirofijo al agravio que vivió hace más de cuatro décadas ha resentido tanto a los colombianos, que resulta imposible ahora un corte de cuentas con un hombre cuya vida, para bien o para mal, simbolizaba gran parte de lo que somos. Ha muerto como un criminal, sin indulgencias.
El colombianista Herbert Braun escribió hace tiempo un ensayo publicado en la revista Número en el que observa las motivaciones de Tirofijo de otra manera. Nos habla del honor como un valor fundamental en el mundo campesino. Braun cita a Daniel Pécaut, quien dice que al llegar al país por primera vez percibió que “un sentimiento de humillación había crecido en las clases subalternas, muy diferente del sentimiento puro de la pobreza. La humillación era el revés de lo que las élites llamaban las clases humildes (...) no era solo cuestión de derechos sino de la carencia de una simbología nacional capaz de hacer que todos se sintieran miembros de una misma comunidad política”.

La tierra, la familia, las gallinas, los marranos, no son cosas, sino valores, cuya defensa es perenne, y su pérdida hiere el honor. El desagravio entonces se lleva hasta las últimas consecuencias. También nos habla Braun del valor del pasado. Aquello que pesa en la memoria como reivindicación permanente. Algo poderoso que la vida urbana nos hace olvidar. Quizá por ser del mundo rural ni Kohlhass olvidó sus caballos. Ni Marulanda sus gallinas.

En el relato de Von Kleist, después de todo el Príncipe Elector de Sajonia le reconoció a Kohlhass los bienes perdidos, sus derechos y su honra। Eso sí, lo condenó a muerte por haber “quebrantado la paz territorial”. Reparado el agravio, se hizo justicia no solo con él sino con quienes le habían infringido el daño. Y para que no se repitiera el ciclo de violencia, el propio Príncipe Elector se comprometió frente al condenado a muerte a educar sus dos hijos como caballeros y hombres de bien. Así terminó la guerra de Kohlhass, de quien dijo Von Kleist: “El mundo habría tenido que honrar su memoria, a no ser porque el hombre dio en exagerar el cultivo de una virtud: fue el sentido de la justicia la razón que lo convirtió en asesino

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